3º Concurso Internacional de Poesía y Narrativa
EL MENSÚ EDICIONES 2012
5º ORDEN DE MÉRITO:
La casa de chapa de los gatos blancos
Fornero Mónica
Villa María (Córdoba)
Allí estaba impertérrita al
paso del tiempo. Los vecinos más viejos del barrio no acertaban, a decir a
ciencia cierta cuanto tiempo hacía que la habían construido, o mejor dicho,
armado. Su estructura de planchones de chapa gruesa, remachada, no clavada, con
nervaduras de hierro forjado en las esquinas, para hacerla mas resistente,
remataba en un techo a dos aguas, de un color que alguna vez había sido rojo.
Con soleras en forma de triángulo pero con rebordes redondeados, que se
resistían a romperse en los días de mucho viento, y rejas negras a todo lo
ancho del frente, tan altas que no daban
pie a treparse y un candado que el óxido no lograba desgastar. Siempre
limpia, y ordenada, cualquiera hubiera
dicho que la que habitaba la casa, seguramente era una mujer.
Cada vez que uno se detenía a mirarla, una
ráfaga de misterio envolvía el ambiente y parecía detenerse el tiempo.
Custodiada por dos casas elegantes y modernas la casa de chapa inspiraba
respeto y sobre todo silencio.
Sus ventanas cerradas
herméticamente, pocos tenían el privilegio de decir que las habían visto
abiertas, es más, de esos no quedaba ninguno, al último hacía dos meses la
muerte lo llamó y por supuesto asistió.
En un tiempo la gente que
pasaba por el lugar no podía abstraerse de voltear la cabeza y mirar, por si
las dudas notaban algo distinto a todos los días, eso nunca sucedió y entonces
los que obligadamente tenían que transitar esa calle en forma periódica dejaron
de observar.
Sus aparentemente, únicos
habitantes eran infinidad de gatos blancos, de una blancura nívea y de ojos tan
celestes, nunca vistos. Estos felinos entraban y salían, con la mayor libertad,
siempre de noche. Ni los perros se animaban a ladrarlos. Eran esquivos,
desconfiados, pero de una imperturbable seriedad y uno de ellos era, a no dudar
su líder. Aun maullido de éste, todos se concentraban a su alrededor, les
faltaba hablar, para que nosotros pudiésemos entender, claro, porque ellos se
comunicaban espléndidamente. Los había de todos los tamaños, pero
invariablemente de ojos azules como el cielo.
La casa parecía cobrar vida al
llegar el anochecer, una luz muy tenue se filtraba por las ranuras de los
planchones, dando paso también a una suave música que se colaba hacia fuera,
entonces comenzaban a aparecer los gatos, bajaban del techo, venían del patio,
aparecían en los antepechos de las ventanas, estirándose después de dormir una
larga siesta. Y entonces era ahí, donde al compás de la música, comenzaba el
coro de maullidos.
Era una canción triste, la que
entonaban, y la repetían una y otra vez,
hasta la media noche, cuando así como habían aparecido, desaparecían hasta el siguiente día.
En los primeros tiempos del
concierto gatuno, que se escuchaba a lo largo y ancho del barrio, los vecinos
no acostumbrados a ese tipo de arte, se armaron de coraje, aparte de palos, y
decidieron que entrarían en la propiedad y hablarían con el dueño. Ya que
golpear las manos o gritar desaforadamente no lograba ningún resultado
positivo.
Pronto desistieron de tal
empresa, al comprobar que la reja era inviolable y no había persona alguna en
el lugar.
Esa noche de ese día, la
canción fue más triste aún y más larga.
La noticia de estos hechos ya
había trascendido no sólo las fronteras del barrio si no también de la ciudad.
Llegaban de los distintos
barrios primero, y de otras partes, después,
todos querían comprobar que tan “locos” estaban los del barrio Norte.
El caso es, que los gatos
comenzaron a tener un auditorio que daría envidia a quien se preciara de
artista.
Poco a poco el barrio y la
ciudad volvieron a su vida habitual. La casa seguía allí, no molestaba. Las
personas se habían acostumbrado a convivir con ella y sus habitantes. Las
historias más inverosímiles, más fantásticas y hasta más risueñas nunca
contadas, se dejaron de escuchar. ¿Cuál era la verdadera?
Una mañana de crudo invierno,
cuando amanecía, se sintió un estrépito, venía de la calle. Los hombres, las
mujeres y más rápido los niños, salieron atropelladamente de sus viviendas y
vieron con estupefacción como de la casa de chapa salía un anciano. Gatos,
gatos no había ni uno. Lleva el pelo y la barba exageradamente largos. Una
armónica colgaba de su cuello, su andar era firme, pero lento, La vestimenta
que llevaba, estaba fuera de moda, parecía hasta femenina. Cuando se percató de
la gente que comenzó a abrirse para dejarlo pasar, en medio de murmullos y
exclamaciones.
Por toda respuesta, preguntó
¿Qué, no me digan que la música no era buena y que mis gatos fue el mejor coro
que ustedes escucharon jamás? Y explicó, el candado se rompió, quedé libre, es
hora de que me vaya. El hombre hizo unos pasos más y desapareció, y junto con
él, gatos blancos de inmensos y dulces ojos celestes.
Y entonces el alboroto y las
opiniones fueron corriendo como reguero de pólvora. Aquel día sería comentado
por mucho tiempo, no era fácil olvidar lo que había sucedido.
El día amaneció lluvioso, era
domingo, no se escuchaba el más mínimo ruido en la calle, de pronto un grito
rompió el silencio y todos en la cuadra dejaron de hacer lo que estaban
haciendo para salir apresuradamente a la calle, y entonces la exclamación de
asombro invadió a todos.
El murmullo fue creciendo a
medida que se acercaban, la casa de chapa de los gatos blancos, estaba
desarmada, las planchas, estaban caídas como si alguien las hubiera pechado
desde adentro en perfecto orden, los remaches que descansaban a un costado
habían perdido su oxido y el techo se hallaba apoyado sobre la pared medianera,
sin la más pequeña rotura, también las rejas estaban removidas de su lugar.
Todo relucía como recién pintado en su color original.
La gente seguía llegando y se
apiñaba para no perder detalle. Nadie se animaba a llegar más allá de la
vereda. Pero tampoco pensaban moverse del lugar, tenían la certeza que algo
sobrenatural ocurriría y ocurrió. Un temblor que parecía venir del centro de la
casa y que iba en aumento sobrecogió a los presentes. Sin embargo las partes de
la casa no se movieron de su lugar.
Los creyentes comenzaron a
rezar y los que nunca lo habían hecho, pensaron que era hora de hacerlo.
De pronto un torbellino de
tierra envolvió todo, obligando a los presentes a agacharse y sostenerse uno
con otro. La casa empezó a elevarse dentro del embudo y disolverse en infinitas
partículas. Así como había empezado, terminó. Al desaparecer el polvillo se les
ofreció a la vista un terreno baldío limpio y con un hermoso césped.
La casa de chapa de los gatos
blancos había desaparecido, tal cual contaban las viejas historias, que de un
día para otro, sin mediar hombre alguno, la encontraron armada.
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