Vidas en sueños
Raúl Berdasquera
Villa María, Córdoba
2da. Mención
El hombre dormía, atrapado en un
sueño inquieto.
Sabía que era él aquel que estaba
inmerso en el paisaje onírico, pero no se reconocía. Tampoco reconocía aquel
entorno. Era él, y a la vez no lo era. Sin embargo, sentía como él. Se sentía
como él.
Y allí, en ese extraño sueño,
también dormía. Acurrucado, en posición fetal. Estaba oscuro y hacía mucho
frío. Unas delgadas agujas, heladas y filosas, se le enterraban en la piel de
sus piernas y de sus brazos, ambos, piernas y brazos, cubiertos de abundante
vello, grueso e hirsuto. A través del sueño, aquel ser, que era él y a la vez
no lo era, sentía la gélida dureza de la piedra bajo su cuerpo. Pero no le
importaba, estaba acostumbrado a ello. No conocía otra manera de dormir que no
fuera el duro suelo. Porque ése era un hombre primitivo, un homínido, el esbozo
del hombre que sería eras más tarde, y el hombre que dormía, el que lo estaba
soñando, a pesar de la oscuridad reinante en ese sueño, lo sabía. Otros seres
dormían y se removían cerca, en el oscuro y frío escenario que constituía aquel
antro. Por lo demás, todo era quietud y silencio. Aunque por fuera de ese lugar
y de los márgenes del sueño, el viento aullaba como miles de espectros en fuga.
Se removió inquieto. Sentía frío,
casi el mismo que sentía el (cada vez menos) extraño en su sueño. La mortecina
luz de la conciencia, ésa que queda encendida en la pequeña habitación del
fondo de la mente mientras dormimos, parpadeó y aumentó su brillo. No mucho, lo
suficiente como para conectarlo con las capas inferiores de la realidad y
permitirle ver el mundo al que pertenecía, como cuando estamos sumergidos en un
río de aguas no muy transparentes y miramos hacia lo que está por encima de la
superficie. En ese caso vemos imágenes borrosas, de bordes muy difusos, a
través de una claridad sucia y brumosa. Es decir, estaba apenas nadando sobre
las oscuras aguas del sueño, pero la superficie del lago aún estaba muy por
encima de su cabeza. Estiró su brazo y se cubrió con el cubrecama de verano, de
delgada textura, que estaba recogido en los pies de la cama. ¿Cómo podía ser
posible que la noche hubiese refrescado tanto? Promediaba diciembre, y el
verano ya se anunciaba a las puertas de aquel lugar del mundo haciendo sentir su
cálido aliento. Este pensamiento se coló por entre las pesadas cortinas del
sueño como un sigiloso ladrón y escapó a
través de los retorcidos túneles del subconsciente abriendo una delgada
rajadura en la pared de la inconsciencia por donde se filtró, desde la
conciencia, un fino y vacilante rayo de luz. Nada más. No había despertado,
sólo se había acercado un paso hacia la realidad.
¿El sueño que estaba soñando era
lógico? No podría haberse dado esa respuesta aunque estuviese lúcido. Pero era
coherente. No había en él, por el momento, ningún retazo inconexo, ni imágenes
que saltaran desde los bordes como remiendos de otro color, o como parches de
otros sueños que se hubiesen escapado del polvoriento arcón en donde nuestra
mente archiva pedazos de sueños anteriores, ya descartados, pero que puede
volver a utilizarlos en un collage onírico en una noche de locura. Una cosa era
segura, de ese sueño no formaban parte
los “restos del día”. Tampoco los deseos. Ni las frustraciones. ¿Acaso la mente
podría transformar a unos y a otras en incoherencias oníricas para alivianar la
carga emocional que significaban? Probable, pero,... ¿posible esta noche? Quién
podría saberlo. En su vida todo estaba tranquilo, no necesitaba alcanzar metas
lejanas para sentirse bien. Y respecto de las frustraciones, si hubiese habido
alguna, ya había quedado superada hacía mucho tiempo. No, la cosa no parecía
pasar por ahí. ¿Y los miedos? Tal vez sí. Tal vez no. Quizá algún resto muy
antiguo de memoria genética hubiese quedado escondido en la trama de la
evolución como una pequeña pelusa debajo de la cama después de haber aspirado
la habitación. Uno o dos genes desquiciados que después de dormitar por muchos
cientos de miles de años hubiesen logrado, por mecanismos incomprensibles para
el razonamiento común, alterar el exacto funcionamiento de la Molécula Madre de
la existencia, y de repente, y sin causa aparente, traer un retazo apolillado
de recuerdos genéticos a un individuo que lleva su existencia a eras de
distancia temporal y evolutiva. Todo era posible. Detrás de los oxidados
portones que esconden la parte oscura de nuestra mente se mueven cosas que ni
siquiera imaginamos. ¡Qué ni nos atrevemos a imaginar! A menos que estemos
locos y nuestras propias manos mentales abran esos portones oxidados. Pero éste
no era el caso. ¿O sí? Entre esas cosas oscuras e impronunciables moran, quizá,
las pesadillas y los sueños desmoronados. Y por las noches, mientras dormimos,
y nuestra razón se aletarga, tal vez puedan forzar alguna salida secreta y
venir a asolar nuestros sueños lógicos y normales. Si es que existen los sueños
normales. Bueno, al menos ésos que, como una película clase B, están llenos de
imágenes increíbles y de efectos especiales, pero carentes de un argumento
sostenible. Y que, como hacemos con la película al apagar el televisor, al
despertarnos dejamos de pensar en ellos, y a media mañana ya ni nos acordamos,
siquiera, de haber soñado.
Su mente parecía haberse
desdoblado, y la conciencia –o al menos una parte de la misma- conspiraba a
espaldas del inconsciente tratando de racionalizar esos pensamientos bastardos.
Pero el inconsciente logró que sus fuerzas abatieran a las de su enemigo y el
territorio mental en disputa fue nuevamente suyo.
Y volvió a hundirse en el sueño
como un madero podrido que hubiese estado demasiado tiempo apenas sobrenadando
en las aguas quietas y oscuras de un lago muerto.
El hombre del sueño se removió,
molesto, en la dura superficie sobre la cual dormía. Contrajo su rostro,
gesticulando absurdamente, como si escuchara voces dentro de su cabeza. Voces
que desconocía (porque no conocía la voz) y lo molestaban. Giró su cuerpo,
dando un amplio y feroz manotazo al aire, como espantando un inexistente
insecto que insistiera en posarse en su cara y hurgar sus cavidades. De su
boca, grande y prominente, de labios delgados, surgió un bronco bramido, como
el de una fiera enardecida, y luego, sin más, continuó durmiendo.
Pero su sueño era inquieto. Y
extraño. Muy extraño. Desconcertante. Demasiado complejo para su simple cerebro
terciario.
Hacía muy poco tiempo que su
inmediato antepasado se había animado a descender de los árboles y a permanecer
erguido sobre sus dos piernas casi en forma permanente. Sobre todo en las horas
diurnas cuando deambulaba por las casi vacías sabanas en busca de su alimento.
Antes de eso, y durante las oscuras y desoladas noches, dormía encaramado,
incómodo y con los músculos siempre tensos, siempre listos para entrar en
acción, en las ramas medias de los árboles de los que nunca se alejaba
demasiado. De esos árboles dependía toda su existencia, su seguridad, y su
supervivencia. Era una especie nueva y muy vulnerable ese “casi-hombre”, el
homínido. Tenía demasiado predadores. Y muy pocas armas naturales para defenderse.
Sólo la relativa seguridad de las copas de los grandes árboles le ayudaba a
vivir hasta el día siguiente.
(A veces)
Muchas veces estuvo al borde la
extinción, víctima de varias conjunciones que se volvían en su contra. Pero era
una línea evolutiva con mucha adaptación, destinada a permanecer, y en un
futuro no muy lejano (hablando en los tiempos de la evolución) a erigirse sobre
el resto de las especies con las que compartía ese mundo relativamente joven.
Adaptación. Ésa fue la clave de su éxito. Adaptación a un mundo que le era
hostil, que no quería dejarse dominar por ninguno de sus hijos. Pero uno o, tal
vez, dos genes –y no muchos más- distintos en su Molécula Madre hicieron la
diferencia, y volcaron la balanza de la lucha por la supremacía a su favor. Su
cerebro no iba a ser un órgano estanco, un sencillo reproductor de antiguas
órdenes genéticas almacenadas como instinto. El pensamiento, raquítico y
tambaleante al principio, iba a hacer aparición en su mente simple como una asustada
falange de exploración de lo que más tarde sería la razón. Así, en los
inciertos comienzos, ese nuevo mecanismo fue difuso y errático, pero suficiente
para “condensarse” en un híbrido entre el instinto y el razonamiento que
pudiera estar creciendo en aquel cerebro primitivo: la idea. Y quizá, tres o
cuatro ideas se forjaron en aquellas mentes esenciales, y con ellas, este nuevo
personaje del drama de la existencia se fue abriendo camino hacia la cúspide de
la evolución.
Y una de esas ideas fue disputarles
a las bestias sus moradas en la relativa seguridad de las oquedades naturales
que ofrecían las formaciones rocosas. En realidad, la disputa vino después como
lógica consecuencia, pero inicialmente fue una usurpación. El cerebro de uno de
esos nuevos pre-hombres desarrolló, dentro de la escasa capacidad de pensar de
un cerebro que había comenzado a crecer, una nueva sinapsis, la cual fue la vía
por la que se generó el germen de un pensamiento que desembocó en uno de esos
bosquejos racionales que luego fueron las ideas. Y así, descendió de los
árboles y sintió curiosidad por aquellos huecos en las paredes de las rocas. Y
le gustó lo que veía, le gustó la nueva sensación que experimentó al verse
dentro del oscuro y húmedo antro. Una especie de retorno al vientre materno, un
útero con el que la Madre
Tierra lo podría cobijar. A él, el único de todos sus hijos
que se había erguido en sus dos patas traseras, posición que ya nunca iba a
abandonar. Él que era, sin duda alguna, el más inteligente de sus hijos.
Y ya no volvió a los árboles.
Había dado un paso inmenso en la evolución, aunque él no supiera lo que eso significó en el camino de
su especie hacia el hombre, hacia el que mucho más tarde se sentiría el dueño
de La Tierra ,
el hijo dilecto de La
Creación.
Y ahí estaba nuestro hombre terciario,
lejos aún del que sería. Dueño de una nueva y poderosa herramienta: el
desarrollo del germen del pensamiento, el camino que lo llevaría a la
característica que lo diferenciaría definitivamente del resto de las especies,
la razón. En su memoria mental no quedaba ningún recuerdo de aquel antepasado
arborícola, pero en su memoria genética sí. Y a pesar de haber evolucionado,
aún eran sus instintos los que gobernaban su vida, y eran éstos los que le estaban
diciendo que aquello no estaba bien. Su cerebro, si bien había crecido y había
desarrollado funciones que comenzaban a diferenciarlo claramente del resto de
los animales que poblaban el mundo, todavía seguía siendo gobernado por el
núcleo central reptilesco en donde los
instintos e impulsos primitivos eran los que comandaban las acciones. El
cerebro trino aún era una incipiente promesa en la especie. Una delgada capa de
células comenzaban a diferenciarse y a especializarse en lo que mucho más tarde
sería en el hombre la fracción superior que controlaría el comportamiento
intelectual y de pensamiento. Pero en él aquellas funciones tan exquisitas
quedaban muy fuera de su alcance temporal y de evolución. Todavía era poco más
que un animal, apenas inteligente.
Esas imágenes extrañas dentro de
su cabeza mientras dormía, de aquel ser extraño, ese “otro” lampiño, de piel
pálida, en ese suelo raro como hecho con pieles muy delgadas de algún animal
desconocido, lo perturbaban. Lo desorientaban y hacían que el miedo a lo
desconocido se acrecentara dentro de él. Sin embargo, algo lo atraía de ese
“otro”, una especie de sentimiento de familiaridad. En su universo mental, tan
limitado, pocas cosas tenían nombre. Su lenguaje, apenas, era gestual, y
escaso. La población de seres como él era muy reducida, y la interacción con
otros grupos era poco frecuente. Había demasiado espacio para deambular en
busca de la comida, y, a veces, se cruzaba con otros como él, pero se evitaban.
Todavía, apenas por debajo de su velluda piel, estaban los instintos del animal
que fuera, individualista y posesivo, que controlaban sus actos antes de
bajarse de los árboles. Y también el temor y la timidez de la presa. Ambos
sentimientos lo hacían un ser poco sociable y escasamente gregario. Una hembra
en celo podría significar un enfrentamiento a muerte con otros machos, y aún el
que venciera en esa lucha quedaba seriamente herido, lo que le dejaría en
inferioridad de condiciones frente a los demás de su clase y a la de sus
predadores que estaban siempre al acecho. En ese mundo tan hostil y en esa vida
tan dura, la pérdida de alguna de sus facultades significaba, con toda
seguridad, la muerte, suya y la de su prole, en caso de tenerla.
A veces se cruzaba con alguno de
esos seres que vivían en los árboles, ésos que se parecían a él y que, sin
embargo, no eran como él. Eran seres inferiores, animales que comían hojas y
frutos de los árboles, que recogían mientras pasaban de rama en rama o que
encontraban a su paso las pocas veces que bajaban al suelo. Pero él era
distinto, él cazaba su comida. Había perdido mucho del miedo que aquellos
animales comehojas sentían por las fieras, y las enfrentaba y las mataba. O, a
veces, sin saber por qué, “oía algo” en su cabeza que hacía que se escondiera
en algún lugar especial y esperara el momento justo para atacar. De esa forma
corría menos riesgo de resultar herido en la lucha con su presa. Su pequeña
prole, su hembra y sus dos crías, se escondían y esperaban con él, y luego
ayudaban –como podían y sin correr mayores riesgos- en la matanza y, por
supuesto, después de que él hubiese
saciado su hambre con la mejor la mejor parte, también comían. Sí, él era un
ser superior. Lo sentía así, como si se le ensanchara el pecho, como si fuera
más fuerte, más... grande,... Eso, más grande. Aunque no supiera definir esa
sensación.
Pero nunca había visto a un ser
como ése que estaba dentro de su cabeza. Nunca.
Se despertó malhumorado, con
todos sus poderosos músculos en tensión. La hembra despertó casi al mismo
tiempo que lo hiciera él. Su instinto la aguijoneó, había peligro. Recogió
entre sus largos brazos a sus crías –un macho pequeño pero de buen porte, y una
hembra de no más de un par de meses. Ambos abrieron los ojos y miraron, tensos
y asustados, al gran macho caminar pesadamente a su alrededor- y mostró sus
poderosos dientes en un claro gesto de advertencia. El macho ni miró hacia el
pequeño y compacto grupo. Dando grandes saltos, salió de la caverna hacia el
día que ya se insinuaba sobre el remoto horizonte.
Las imágenes del sueño se le abalanzaban
como si un pedazo de una realidad remota se dirigiera hacia él a una velocidad
increíble. E iba arrollarlo. Nada podría hacer para escapar. Los márgenes del
sueño se lo impedían. Era un extraño en, y a la vez un prisionero de, su propio
sueño. Ese ser extraño y primitivo deambulaba en su inconsciente como el amo
absoluto de aquel inexplorado lugar dentro de su cabeza. Como si le perteneciera
desde siempre. Era cada vez menos un personaje creado por una mente disparatada
y enfebrecida, el sueño todo parecía ir cambiando de estado, como
solidificándose, transformando al inconsciente en un nuevo estado de conciencia
que iba creciendo como un tumor maligno detrás de su propia conciencia. Poco a
poco iba dejando de ser una secuencia de imágenes proyectadas en algún lugar de
su mente e iba incorporándose a la realidad.
(Incorporándolo a él a esa realidad remota)
Y el sueño fue trascendiendo la
esencia de lo puramente onírico, y él sintió, no que caía en el sueño como
suele sucedernos con ciertas pesadillas, sino que el sueño lo abrazaba con
hercúleos brazos insustanciales e iba haciéndolo parte de esa nueva realidad.
Una hiperrealidad daliniana y lovecraftiana al mismo tiempo. Se iba desmaterializando de este lado para
materializarse al otro. O, quizá no. Tal vez la idea de aquella sensación fuera
otra, algo así como cuando uno mete la cabeza por entre una empalizada a la que
le faltan algunas tablas y puede espiar por esa estrecha abertura el terreno
que ésta delimita. Sólo puede ver lo que está al otro lado mientras nuestro
cuerpo queda de este lado. Pero aún así, uno puede ver, palpar, y conocer las
dos realidades: la del terreno al otro lado de la empalizada y la de la vereda,
que es en la que se encuentra en esos momentos. Algo así le estaba sucediendo.
Se había abierto un hueco en la pared de su inconsciente y, a través del mismo,
estaba viendo lo que estaba sucediendo en el sueño. Ya no sólo lo estaba
soñando sino estaba espiando lo que en él sucedía. Estaba mirando a ese hombre
-desnudo, su cuerpo todo cubierto de pelo, un rojizo, grueso, e hirsuto vello
que lo asemejaba más a un primate que a un hombre verdadero- levantarse enfurecido,
mostrando sus grandes dientes que se asomaban por detrás de unos labios
delgados que delineaban una boca grande y abovedada, que sobresalía de un
mentón retraído, casi inexistente. Un esbozo de lo que más tarde sería. La
frente, una estrecha franja, se achataba hacia atrás sobre el cráneo, y nacía
por encima de unos prominentes arcos superciliares que enmarcaban unos ojos
redondos y muy juntos, de mirada feroz y huidiza. Pero muy humana. Y en el
fondo de esos ojos oscuros ya se adivinaba, como a un niño espiando tras los
vidrios esmerilados de una ventana, la inteligencia. La nariz, ancha y
achatada, se perdía con un puente plano y apenas demarcado, en la unión de los
arcos. En definitiva, un rostro aún demasiado simiesco para ser humano, y a la
vez, demasiado humano para pertenecer a un simio.
Ese ser salió del antro en el
cual dormía hacia un espacio abierto en el que se avizoraba un delgado hilo de
claridad, apenas por detrás de un horizonte lejano y anfractuoso. Algunas
sombras recortaban su silueta contra esa claridad. Estaba amaneciendo en el
cuándo y en el dónde del sueño.
El hombre-mono del sueño lanzó un
fuerte bramido, bronco y feroz, que se esparció, sólido como si hubiese sido
una proyección física de él mismo, por toda la silenciosa soledad del sueño.
El hombre que soñaba continuaba espiando
por el hueco entre ambas realidades como un voyeur que no pudiera vencer la
compulsión. Quería escapar, subir hacia su conciencia, despertar y huir de
aquella locura, pero no podía, el sueño lo hacía su propio prisionero.
Prisionero de sus propias oscuridades. Aquella realidad existente al otro lado
del hueco (que por momentos era más y más grande) lo atraía cada vez más, lo
succionaba cada vez más.
Comenzaba a descender por los estrechos
túneles de mohosas y oscuras paredes de las cavernas de su inconsciente hacia
las tierras baldías que existían más allá del horizonte posterior de su mente.
A su espalda todo dejaba de existir, y por detrás de esa nada quedaba su
cuerpo, vacío de esencia, durmiendo. Él, el verdadero él, el ser esencial,
bajaba en busca de su sueño, para incorporarse al mismo, y no iba por su
voluntad, simplemente los caminos se abrían en una única dirección, hacia
abajo, hacia el sueño,…
…O más allá del sueño.
Se sintió vagar, desorientado,
por negros corredores que despedían un olor antiguo a podredumbre. A veces, por
el rabillo del ojo, veía destellos de luces de colores enfermizos que
desaparecían cuando se volvía a mirarlos. Eran fugaces y escurridizos. Parecían
latir al ritmo de un pulso errático y descontrolado. Luego del brillo máximo de
una de aquellas luces, la oscuridad se tornaba más intensa, más corpórea. Las
luces parecían marcar picos, y la oscuridad que seguía, profundos valles.
Deambulaba dentro de su propia
mente en busca de un sueño que lo había subyugado, pero todo era negrura. Allí
parecían no existir las direcciones, ni las dimensiones, ni el tiempo. Quería
regresar a la seguridad de su universo conocido, a su cuerpo, a su vida tal como era antes de dormirse y de haber
comenzado a soñar ese sueño maldito. Pero no podía, sabía que no podría por
mucho que lo deseara. Todo eso estaba, ahora, en algún lugar remoto detrás de
esa pared que se había alzado a sus espaldas. Sólo le quedaba seguir andando
por ese tenebroso lugar en el que se había convertido su mente. No sabía cómo
era la muerte, pero debía parecerse a aquello. Oscura, fría, y silenciosa. El
tiempo había dejado de tener sentido, era una magnitud estanca. Experimentaba
una sensación de ambivalencia respecto de su ubicación témporo-espacial, podía
estar en un pasado muy remoto, o haber viajado hacia un futuro inimaginado.
Seguía hundiéndose en las
cavernosas profundidades de su mente. Allí, en lo profundo, seguramente estaría
su sueño, agazapado como una fiera al acecho. Él era la presa.
El hombre terciario no sólo
estaba furioso por aquel extraño sueño que había logrado al fin despertarlo de
muy mal humor, estaba desorientado. Y aterrorizado. Las desconcertantes imágenes
parecían haberlo seguido hasta la conciencia. El sueño todo lo había
perseguido. Despierto y alerta, continuaba “viendo” al otro dentro de su
cabeza. Y él tampoco dormía. Su cuerpo lo hacía, pero él no. Su limitado
cerebro se embotaba tratando de entender aquella dualidad, pero su mente
instintiva, esa parte de su mente que todavía era muy fuerte y que gobernaba la
mayoría de sus actos (La razón todavía era una filial muy pequeña y de muy
escaso alcance en las decisiones del hombre terciario), la había comprendido.
El ser con el que había estado soñando “venía” hacia él, estaba dentro de su
cabeza y “venía” hacia él.
El sol ya había dejado de ser una
promesa de luz y había comenzado a asomarse por detrás de la espalda del mundo.
Llegaba el día, y con él las horas de actividad de ese ser diurno por
excelencia. En su mente demasiado simple, la magia y la mística gobernaban las
sensaciones y la percepción del mundo que lo rodeaba. Además, su ritmo
circadiano se ajustaba exactamente a los ciclos de luz-oscuridad. La noche
traía consigo terrores ancestrales, terrores de presa. En la insondable negrura
vagaban demonios mortales, las bestias estaban sueltas y ése era su territorio,
y él, el pobre hombre terciario, no tenía ninguna oportunidad contra ellos. Por
eso cuando la oscuridad empujaba a la luz acogedora de esa amistosa bola que
les enviaba tibieza y los amparaba durante el día, él buscaba la seguridad de
su cubil, al igual que lo hacían sus antecesores los hombres-monos en las copas
de los árboles. Y ahora, era nuevamente de día (aunque él no lo llamara así, en
su lenguaje corporal y en su gutural cacofonía hecha de ásperos sonidos
predecesores arcaicos de las palabras, de gritos y de gruñidos, pocas cosas
tenían nombre) y debía salir a buscar su alimento.
Era el homínido que hoy conocemos
como homo habilis. Había desarrollado la capacidad de trabajar toscamente la
piedra y hacer utensilios con ella, primitivos cuchillos y hachas de piedra con
los que cazaba animales y los cortaba en trozos para comerlos crudos con todos
sus jugos intactos (aún el manejo y control del fuego estaba muy lejos en el
futuro para esta nueva especie)
Miró hacia la cueva en donde
estaba la hembra con su prole, y pareció dudar. Normalmente iba de caza con
ellos. Dejarlos en la cueva constituía un peligro, alguna de las fieras
nocturnas en su regreso de la cacería podría querer ocuparla para dormir y
reponerse para la próxima noche. Los suyos no tendrían oportunidad con un león
cavernario, una fiera de casi dos metros de alzada y unas inmensas zarpas con
garras asesinas, dotado, además, de una agilidad prodigiosa. Y de una ferocidad
aterradora. Debería llevarlos con él como hacía siempre. Pero esta vez era
distinto, algo estaba sucediendo dentro de su cabeza, algo que no comprendía ni
podía controlar. Y ese algo no sólo estaba dentro de su cabeza, venía hacia él
desde algún lugar muy lejano. Y muy próximo a la vez.
Se alejó, caminando hacia el
este, hacia la promesa de luz que se perfilaba como un bies muy sutil sobre el
remoto horizonte. Iba en busca de la caza, pero también tratando de huir del
ser que había invadido su mente. Pero aquello era imposible, las imágenes
dentro de su cabeza seguían allí. Peor aún, ese otro se acercaba cada vez más.
Sus instintos habían perdido
filo, parecían no estar “despiertos”, y sus sentidos apenas le respondían. Y
eso era muy peligroso en ese mundo salvaje, en el cual la diferencia entre la
vida y la muerte podía depender de oler al predador a la distancia suficiente para
escapar o defenderse, de ver los sutiles cambios del escenario que la fiera
dejó a su paso y que le avisaban con tiempo de su presencia, ruidos
insignificantes y deslizamientos sutiles del terreno. En fin, esas pequeñas
cosas que le advierten a la presa de la presencia del predador y que hacen que
aquella viva –o sobreviva- un día más. Pero él estaba solo y a solas, desnudo
sin sus sentidos y sus instintos, con su casi ridícula vara en su mano, inútil
como arma en caso de un ataque sorpresivo.
Sentía que caía hacia dentro de
sí mismo, que iba, de alguna manera, al encuentro de ese otro que venía a por
él desde dentro de su cabeza. Su cuerpo iba perdiendo fuerzas, entorpeciendo
sus movimientos, ya engañosamente torpes de por sí. Se iba aletargando como
cuando llegaba la noche y sus sentidos le indicaban buscar la guarida para
dormir hasta la salida del sol.
No podía saber cuánto se había
alejado de la cueva en donde venía pernoctando desde hacía... no se lo podría
decir, su cerebro no había desarrollado todavía la noción para “medir” el paso
del tiempo. Sus ciclos variaban al compás de los ciclos naturales. Así como
dormía, o cazaba, según fuera noche o día, sus necesidades migratorias se
ajustaban con la llegada del invierno. Entonces dejaba la cueva o caverna que
ocupaba y se movía hacia regiones más templadas hacia las que también se movían
sus presas. Pero no podía recordar cuándo había llegado a esa nueva cueva, los
recuerdos rara vez habitaban por mucho tiempo en su cerebro. Salvo aquellos que
dejaban impronta en sus sentidos (como los olores que lo ayudaban a sobrevivir,
o los lugares en donde encontrar agua, o los frutos que eran comestibles, o los
sitios y los senderos frecuentados. En fin, todo aquello que formaba parte de
su existencia práctica y absolutamente imprescindible), el resto era borrado
sistemáticamente al poco tiempo de haberse transformado en recuerdos.
Y estaba sucediendo algo más,
algo que acabó arrasando su ya de por sí diluida comprensión. La delgada cinta
de claridad que anunciaba la llegada del nuevo día parecía adelgazarse aún más.
Como si la noche retrocediera a ocupar posiciones que acababa de abandonar en
un embate traicionero por permanecer sobre aquella parte del mundo.
Se detuvo, confundido y asustado,
un frío ajeno al clima se apoderó de su cuerpo y lo penetró. Miles de pequeños
y afilados dientecillos le mordían los huesos. Un olor diferente, como picante,
que le hacía escocer sus fosas nasales, se había mezclado con el aire. Sintió
que se le erizaba el pelo que recubría casi todo su cuerpo. Pero por sobre
todas esas inexplicables sensaciones estaba ese sonido agudo, más agudo todavía
al que producía el viento cuando corría entre las quebradas. Un sonido filoso y
puntiagudo que se le clavaba en sus oídos, bien adentro. Un sonido que venía
desde muy lejos. Y venía a por él. Y se acercaba. Lo sentía aproximarse, sus
instintos “lo sentían”, y sólo venía por él. Se llevó ambas manos a su cabeza,
intentando, en un gesto fútil, taparse los oídos para dejarlo fuera y no
escucharlo. Pero todo era inútil, porque aquel sonido “venía” desde su propio
interior, desde muy dentro de su cabeza. No podía explicárselo a sí mismo, pero
lo entendía, intuitivamente lo entendía. Giró sobre sí mismo para escapar de
eso, para volver al escenario conocido, a la seguridad de dicho escenario.
Volver a la cueva con su hembra y con su prole, recogerse en la tibia oscuridad
de su antro y quizá, volver a dormir hasta que toda esa locura inconcebible
pasara. Pero no pudo, allí atrás no había sino una densa oscuridad que prometía
nuevos horrores. Sintió que era transportado por heladas y poderosas manos
(garras. Ésas eran garras) hacia el profundo abismo de esa oscuridad. Sus
sensaciones se transformaron en una inmensa telaraña que lo envolvía y lo
inmovilizaba.
Su cuerpo cayó desmadejado,
víctima de una inconsciencia súbita, como un inútil saco de huesos.
Y su pequeña y asustada mente
también comenzó a caer, resbalando, por la incierta pendiente del inconsciente,
nuevamente hacia el sueño.
Le parecía que nunca iba a dejar
de descender por esos resbalosos escalones, y por más que lo intentara, jamás
podría saber cuánto lo había hecho. La oscuridad, helada y pegajosa se le
adhería a la piel como un sudor nauseabundo. Nada, en esa impenetrable negrura,
le servía como referencia de posición. Los escalones desaparecieron debajo de
sus pies, y ahora parecía flotar ingrávido en la nada. Un astro errante en un
cosmos vacío y muerto. Había visto la última de aquellas extrañas luces que
parpadeaban en las paredes de los túneles por los que descendió hacía ya...
bastante,... mucho,... o quizá no tanto, no lo podía precisar, no con un tiempo
demasiado estirado hasta casi volverse una película insustancial. No podía
darle valores, no podía medirlo. Bueno, de todas maneras, desde hacía algún
tiempo, había visto la última de esas luces, de esos fríos y enfermizos fuegos
fatuos. Pero ahora no las veía más. Sabía que no las vería más, porque allí
donde se encontraba no existían. Y esa certeza no le llegaba desde la lógica
del pensamiento racional, la deducción intelectual parecía haberse “estrechado”
hasta reducirse a una delgada franja, un incipiente indicio de lo que alguna
vez había sido. Las palabras, en su lenguaje mental, habían comenzado a
difuminarse por los bordes y a dejar de ser una secuencia lógica de letras, una
estructura intelectual de expresión y comunicación. Se habían transformado en
una serie de símbolos sin ningún sentido. Los pensamientos ya no se
materializaban a través de las palabras y parecían golpear su mente como
paquetes emocionales. Había un lenguaje del que su sistema de trasducción se servía
para interpretarlos, pero ya no era el depurado arte de expresión con el que su
intelecto había crecido. Ahora era una especie de lenguaje gestual, primitivo,
generado en las sensaciones y los instintos. Su cerebro parecía haber
desconectado la capa superior que completa el cerebro trino en los seres
humanos. Había descendido hacia el interior de su mente cortando las amarras
que lo mantenían unido al seguro y conocido puerto del razonamiento superior.
Mientras flotaba, ingrávido, en
esa nada que lo envolvía, sus recuerdos comenzaron a deformarse y romperse,
perdieron la fluidez y la cohesión, y luego empezaron a unirse los fragmentos
en forma arbitraria y desordenada, sin ninguna pauta preestablecida, formando
una absurda caravana de retazos de su pasado. Transformándose en un caos
atemporal para luego disolverse, y desaparecer como tragados por un agujero
negro, y el espacio que ocuparan en su mente quedó convertido en una planicie
desolada. Por unos momentos en su cabeza no había nada, ni pensamientos
coherentes, ni recuerdos, y hasta aquellas voces, aquel lenguaje primitivo que
le había transformado los pensamientos en un paquete de emociones primarias y
primitivas, habían callado. Pero al cabo de ese momento blanco, otras imágenes,
ajenas a todo lo que hasta ese instante había sido su realidad, comenzaron a
infiltrarse por los bordes de su mente, por una rajadura en la pared de ese
nuevo y raro estado de conciencia. Unos recuerdos que venían hacia él desde el
fondo de su memoria genética como hojas amarillas, sueltas, de un libro muy
antiguo, arrastradas por el viento de una memoria muerta hacia el comienzo de
los tiempos. Y esas hojas amarillas volaban como torpes pájaros moribundos,
golpeando contra las paredes de las calles desoladas de su mente. Aquellos
recuerdos no eran suyos, sin embargo, no dejaban de pertenecerle, y esa
sensación de ambigüedad, de desdoblamiento, aumentaba su creciente confusión.
Sus instintos, ahora más afilados, más a flor de piel, habían tomado el mando,
y estaban expectantes, algo había cambiado, sutilmente, en la negrura de aquel
lugar, como si hubiese pasado de una oscuridad a otra que estaba apenas un poco
más allá. Como cuando uno pasa de una habitación a otra en una casa a oscuras,
sabe que está en otro ambiente porque la temperatura ha cambiado sutilmente, un
olor diferente al que veníamos percibiendo se aposenta en nuestras fosas
nasales, y hasta el silencio tiene otros sonidos. Sí, definitivamente, sabemos
que hemos pasado de una oscuridad a otra. Esa sensación lo rodeaba en esos
momentos. La de haber pasado de una oscuridad a otra que estaba “más abajo”,
que era igual y a la vez muy diferente a la anterior.
Imágenes de vidas muy antiguas,
que a la velocidad de la luz aparecían y desaparecían en algún lugar detrás de
sus ojos, lo encandilaban y le producían una ceguera mental momentánea.
Momentos blancos dentro de su cabeza durante los cuales su razón era una mota
de polvo suspendida en un cosmos de inexistencia. Un brutal olor a carroña
descompuesta, y la fetidez de cuerpos sucios de fieras encerradas, le anegó el
olfato produciéndole dolorosas nauseas que le arrancaron secas arcadas de asco
y repulsión. Fue como ingresar en un húmedo y oscuro antro habitado por bestias
de larga pelambre mojada. Y esa oscuridad, con sus olores y sus incertidumbres,
había dejado de ser un extraño sueño soñado en la tibia comodidad de su mullida
cama, y ahora ya era una cruda realidad que lo hundía en sus inimaginables
profundidades.
Algo venía hacia él. Lo presintió
como una fiera predadora presiente a una presa en la espesura del monte. Pero
aquello no era una presa. Era algo que había comenzado a “subir” desde el
polvoriento y silencioso fondo de un olvidado pasado. Y otra vez aquella
sensación de desdoblamiento lo embargó. Una parte de sí, ancestral y callada,
había despertado y estaba atenta a lo que se acercaba. La otra parte, la del
hombre que había sido hasta comenzar a soñar, ésa que sobrenadaba inerme sobre
el oleoso mar de la confusión, estaba paralizada, temerosa y expectante. Era
como un niño pequeño escuchando los ruidos que hace el cuco en la noche al
salir de su ropero. O como un anciano que ha estado demasiado tiempo en este
mundo, y ahora escucha acurrucado en su gastado lecho el rechinante paso de los
segundos marcados por la oxidada máquina del reloj de la muerte que se ha
puesto en marcha para él, sólo para él.
El hombre terciario dormía
nuevamente, y en su sueño subía hacia alguna parte por encima de su mundo y de
su sueño. No subía por voluntad propia, era succionado hacia arriba, como
“tirado” por una mano gigantesca a través de un largo y oscuro hueco. Y al
volverse, en un vano intento por asirse a su realidad, vio su cuerpo tirado
como una vieja pelecha reseca y abandonada.
Los sueños normales del hombre
del terciario eran agitados, breves y feroces. Moraban apenas por debajo de la
conciencia, porque su sueño era sutil y
leve. Era el sueño de la presa, listo para dispararse hacia el despertar ante
la menor señal de peligro. De otra forma no viviría hasta el día siguiente. El
sueño llegaba casi en punta de pies, siempre dispuesto a retirarse sin pereza
alguna, y con él los sueños.
Pero este sueño era diferente, lo
sumergía sin piedad en la inconsciencia, y con una fuerza bestial lo mantenía
allí. Y él quería huir, volver a su mundo, recuperar su cuerpo y con él su
vida. Pero no podía, algo muy poderoso seguía tirando de él hacia más allá de
los límites del sueño, con toda la carga de horror que eso significaba para su
primitivo cerebro y su mente aún demasiado simple. Iba por un túnel oscuro y
tortuoso en el que luces de increíbles colores parpadeaban con destellos agudos
que le herían los sentidos. La sensación interminable de subir, que lo mareaba
y lo desorientaba aún más, parecía no acabar nunca. Algo en su mente, una nueva
percepción de la realidad, se expandía como una mancha de humedad en la tierra
reseca de la sabana. Sentía que dentro de su cabeza ese algo se hinchaba y
amenazaba con salir por los huecos de su nariz y sus oídos, y esa sensación de
expansión, casi física y dolorosa, estaba preñada. Miles de gusanos voraces
reptaban enloquecidos desde un núcleo denso y oscuro incrustado en el centro
mismo de su cerebro hacia las fronteras difusas y brumosas que existían más
allá de su comprensión. Esos gusanos, convertidos en pequeñas serpientes, le
estaban hablando. Todavía no podía entender lo que le decían, pero otra voz,
más profunda aún, le murmuraba al oído de su mente que ya lo entendería. El
hombre terciario estaba presenciando el amanecer de una nueva era dentro de su
mente, y con ella su propio renacimiento como especie. Era una muda, como el
cambio de piel de las serpientes al crecer, sólo que él estaba creciendo por
dentro, la exhubia que quedaba a su paso era mental. Estaba siendo dado a luz
hacia una nueva cosmogonía. Y tras la dolorosa expulsión de su anterior
universo, estaba allí, tambaleante, inseguro, y temeroso, con su horizonte
mental más abierto, más lejano y despejado, como única arma para enfrentar a terrores
desconocidos. Iba camino a ser un hombre, había atravesado las eras por los
ocultos y retorcidos caminos de un sueño desquiciado.
Ahora, las sensaciones estaban
dando paso al conocimiento, a las certezas, y por ello “sabía” que aquello, de
alguna manera, estaba dejando de ser un sueño y se estaba convirtiendo en una
cuasi-realidad. El hombre superior que germinaba muy lentamente dentro del
hombre terciario había roto la corteza de la semilla en la que dormía su sueño
de eones y había buscado la luz por encima de la capa de sedimentos hecha de
milenios que la sepultaba. En la oscuridad que lo envolvía no podía verse, pero
sentía que estaba cambiando, no sólo su mente, sino su cuerpo, alejándose
definitivamente del simio que había dado origen a la especie. Hasta el miedo
había cambiado con él, tenía un sabor distinto, le agredía el gusto como el
jugo de un fruto muy agrio y le inundaba el olfato, y ya no llegaba hacia él
desde fuera, desde el entorno, sino que crecía dentro de sí brotando como un sudor
hediondo, emanando por todos y cada uno de sus poros. Ya no era el miedo
familiar de la presa por sus predadores y por todo aquello, de alguna manera
conocido, que se escondía entre las sombras de la noche del período terciario.
Éste era un terror imaginado, “creado” dentro de su propia mente, del que no
podía huir ocultándose en las profundidades de una cueva, en silencio y alerta.
No se podía huir porque venía con uno, como una parte indivisible de sí, y
traía, envueltos en una negra mortaja apolillada, a sus propios demonios, a
todos aquellos demonios que la imaginación -ese nuevo mecanismo con el que
contaba su mente expandida- fuera capaz de crear. Y eran muchos, demasiados
para su joven mente que florecía, virginal e inmaculada, dentro de su recién
desarrollada corteza. Millones de años de evolución habían sido condensados en
el parpadeo de un sueño de un ser de existencia demasiado finita, demasiado
efímera. Millones de años que caían sobre él como si una inmensa porción de La Creación se hubiese
derrumbado súbitamente. Se sentía débil, sumergido en un estadio febril y
envuelto en el delirio. El concepto del estado de delirio era abarcado por la
comprensión dentro de su mente, aunque no pudiera todavía racionalizarlo. Y
aunque el miedo siempre estuvo junto a los seres vivos desde que el mundo es
mundo y creció con ellos, éste era un miedo diferente porque era su mente la
que creaba los fantasmas y los demonios que lo esperaban siempre un paso
delante del que estaba por dar.
En la nueva capa que estaba
desarrollándose en su cerebro, nuevas uniones celulares estaban dando origen a
la razón y al pensamiento. Y esa nueva química era la portadora de nuevos
mensajes “hablados” dentro de su cerebro que fluían unos sobre otros con total
naturalidad como un río por la ladera de una suave pendiente. Ya no eran esas
cuatro o cinco ideas, rígidas y sin entorno, que lo habían hecho distinto -sólo
eso, apenas distinto- al resto de los animales con los que convivía en su era.
Aquella ahora tan remota Era Terciaria. Pero, a pesar de su miedo, sentía la
inexplicable urgencia de llegar al final de ese viaje inconcebible, de ver qué
le esperaba al otro lado de ese mar de negrura y de inquieta quietud. Había
comenzado todo aquello como un esbozo de lo que eras más tarde sería el hombre,
un poco más que un embrión genético del que luego sería el mayor predador de la
historia del mundo. Apenas unas horas después, en términos de evolución, de que
una rama evolutiva se separara del simio y se irguiera en sus cuartos traseros
como un nuevo mecanismo de adaptación. Y había comenzado a soñar un sueño que
desbordó la muy estrecha capacidad de su cerebro terciario. Y dicho sueño lo
tragó, lo succionó hacia un futuro remoto e inimaginado en el que aquel ser
patizambo, de piernas cortas y deformes, de largos brazos y amplio tórax, cuya
inteligencia apenas superaba al resto de los animales porque su masa encefálica
había comenzado a insinuar el desarrollo de una tercera capa en la que se
habían instaurado cuatro o cinco ideas que le daban ventajas evolutivas sobre
el resto de la fauna de aquel período, se transformó en un ser estilizado,
pensante y racional. Y malvado, mucho más malvado que cualquiera de los
predadores que lo acosaron en los albores de su existencia como especie. Su
capacidad mental y su anatomía habían cambiado de manera drástica en ese pasaje
delirante que estaba siendo obligado a atravesar, en esa condensación temporal
sin solución de continuidad, que había comenzado siendo un sueño y que se había convertido en una
hiperrealidad desconcertante y desquiciada. Surgiría al otro lado siendo otro,
siendo el “otro” con el que había estado soñando en la dudosa seguridad de una
caverna existente en un mundo paleolítico. Sus ojos estaban abiertos, muy
abiertos, pero el ojo de su mente aún permanecía cerrado reteniendo la esencia
del sueño original. No quería despertar, no todavía. Quizá nunca. Porque él
podía ver más allá, mucho más allá, de la visión finita de los ojos físicos. Y
lo que veía no le gustaba nada.
La cosa que se acercaba parecía
hacerlo desde todas partes a la vez. Y desde su propio interior, desde los
insondables abismos de su alma. Y con ella, una negrura más profunda y más...
sólida, ésa era la expresión adecuada, sólida y contundente, como la inmensa
boca abierta de una bestia innominable que viniera a tragarlo desde las
indescriptibles profundidades de un infierno helado.
La cosa llegó, un ser venido
desde los recónditos misterios del espacio exterior y, a la vez, desde las
abisales honduras de su ser interior. Y se adueñó de su esencia, de todo su ser
individual. Lo despojó de todo aquello que había sido, de todo aquello que
había construido para poder ser, para llegar a ser. Lo desnudó y lo dejó solo,
sin su investidura evolutiva para enfrentar al miedo. La razón y el pensamiento
flotaban como hilachas mugrientas enganchadas en las ramas muertas de su mente
violada y despojada de toda virtud. Sintió que era reducido a una bestia
acorralada y asustada, acurrucada detrás de su terror y su impotencia, con sus
instintos gritando dolorosamente, desaforados, por las arrasadas hondonadas de
su mente, sin ideas que los soportaran, con la razón reducida a un improbable
esbozo, tambaleante. Hasta su anatomía había cambiado, lo sentía dolorosamente
en sus huesos y en sus articulaciones. Todas y cada una de sus vértebras
aullaban al contraerse su columna, se sentía tironeado hacia abajo y adelante,
que sus piernas se doblaban y sus brazos se estiraban hasta que sus manos casi
tocaban sus rodillas. Todo su cuerpo le escocía mientras se cubría de un largo
vello duro e hirsuto. Y una fuerza descomunal tensionó todos sus músculos.
Sentía hambre, pero el hambre de una fiera, el deseo de desgarrar la carne de
la presa y sentir el gusto salobre y dulzón de la sangre fresca cayendo hacia
su estómago a través de sus fauces y de su garganta reseca. El instinto de
matar era cada vez más poderoso. Él era una presa, pero a la vez era un
predador.
Su mirada se había agudizado y
vuelto más sensible a la oscuridad, le parecía que podía atravesarla,
perforarla. El ojo de su mente, como un faro en medio de la tempestad, estaba
alerta. Había atravesado una inflexión temporal, y en ella, el espacio se había
fracturado. Se hallaba en otro tiempo, remoto y olvidado, y en un lugar que
había dejado de existir, sepultado en los primeros parpadeos de la noche de los
tiempos. Ya no estaba soñando, había sido expulsado desde una absurda fantasía
onírica hacia una cruenta realidad emergida desde los confines de la memoria
cósmica Y a pesar de todo aquello, el hombre que había sido seguía gritando
desconsolado, acurrucado en la helada oscuridad de aquella mente terciaria.
Pero su pequeña voz moría al nacer, y su espectro quedaba vagando tras los ecos
fantasmales de aquellas cavernas vacías en donde la razón y el pensamiento
todavía eran imágenes lejanas que aún no se proyectarían en la mente de aquel
ser apenas diferente de sus ancestros los monos. El ser esencial del que había
sido, aunque prisionero en aquella mente arcaica y carente de humanidad,
extraviado en aquellos asfixiantes laberintos de incertidumbre y desolación, se
resistía a morir. Doblegado y sometido por las emociones y el furor de los
instintos, luchaba por permanecer, por no dejar de ser.
Avanzaba en medio de aquella
noche eterna por algún lugar que estaba ya fuera de su cabeza. Aquel escenario
ya no era onírico, era un sitio real. Los olores, el frío, y la humedad,
también lo eran. Al final de aquella oscuridad, muy lejos aún, pero cierta y
segura, se veía una tenue claridad. Un escape hacia la luz. Y corrió, dejando a
sus espaldas los colgajos de ese sueño desquiciado flotando como espectros
aullantes en busca de las puertas del infierno.
Una luz al final del túnel
parecía llamarlo, incitarlo, seducirlo. Pero su viejo instinto primario le
advertía que ahí, en esa falsa claridad, en esos fríos fuegos fatuos, podría
haber más oscuridad que donde se hallaba en esos momentos. Y su instinto había
sido quien lo mantuviera vivo cada día, allá en aquella remota y bárbara época
en la que había sido poco más que un embrión evolutivo.
Pero estaba cansado de toda
aquella incertidumbre, y aunque quería volver, regresar a su primitivo pasado,
sabía que no iba a ser posible. Para él ya no había retorno. Sus pasos y su
vida sólo podían ir en una sola dirección. Hacia delante, hacia donde
parpadeaba aquella pálida luz.
Y caminó hacia ella, y en ese
primer paso entregó su destino al destino cosmogónico de La Creación. Fue un
movimiento, sólo un movimiento, de un peón en la eterna partida de ajedrez de
los dioses.
Él también, el ahora hombre del
terciario, era un peón negro en la misma partida, y su movimiento no iba a
cambiar nada en ese macabro juego divino. Los dioses no querían ganar, sólo
querían demostrar, jugando, su omnisciente poder sobre las insignificantes
piezas que ellos habían forjado con su soplo. El jaque mate nunca llegaría
porque, al final, sus destinos carecerían de sentido. El juego consistía en ver
cual de los dioses, el negro o el blanco, mataba más piezas de su rival.
Y ellos, el peón blanco y el peón
negro, ahí estaban, cumpliendo su papel en ese drama infinito. Sólo eso,
cumpliendo con su insignificante papel. Al fin y al cabo, la partida sólo era
un sueño, un sueño de los dioses. Y ellos, los peones, quizá sólo eran
fantasías creadas en un parpadeo onírico de aquellos únicos sobrevivientes al
fracaso de La Creación ,
viejos, y ya estériles e impotentes, en la somnolencia de sus días finales.
Salió del túnel y los fuegos
fatuos lo envolvieron, y lo cegaron con su deslumbrante brillo helado e
indiferente. Sus ojos no se podían adaptar a esa dolorosa luminosidad que
parecía surgir de todas partes al mismo tiempo y que los herían como agudas
agujas de hielo.
Pero intuitivamente supo que
había llegado al lugar del hombre de su sueño. Estaba ahí, donde toda aquella
locura había comenzado como una serie de imágenes sin sentido.
La visión se le fue aclarando y
tras el fulguroso telón de luces fue apareciendo un escenario nuevo, el
escenario original del que escapó el hombre del sueño. Y ahí, tendido sobre ese
extraño y blando suelo estaba él, aunque, ya lo sabía, en realidad sólo estaba
su cuerpo, porque el verdadero él ya había descendido por las tenebrosas
cuestas de las eras. Lo que estaba sobre ese suelo blando en esa extraña
caverna de lisas y rectas paredes era la pelecha del que fuera. Una pelecha que
pronto comenzaría a descomponerse y a heder.
Miró sus propias manos bajo
aquella luz blanca y fría y vio que eran las mismas del hombre de la cama.
Levantó la mirada hacia ese sol que flotaba apenas encima de su cabeza y las
formas rectas de las cuales pendían formaban un cielo de un suave color
durazno, como el de la piel de un venado joven. A su izquierda, formando parte
de la pared, había una puerta extraña que reflejaba parte de lo que había
dentro de la caverna. Dio un paso hacia lo que él confundía con un suelo
blando, que en realidad era la cama en donde se hallaba el hombre de su sueño,
durmiendo o muriendo, o quizá ambas cosas, producto de la sintaxis cósmica de
ambos estados. Sólo un paso, y se detuvo. Estiró, temeroso, su brazo en un
intento dudoso por tocar aquel cuerpo, y por el rabillo del ojo vio que su
brazo –apenas cubierto por un suave vello. Su piel era blanca e inmaculada- también se estiraba en aquella extraña puerta
transparente. Entonces quiso verse todo.
Y se enfrentó con el gran espejo…
El final del túnel se precipitó
hacia él con la luz que desde allí se proyectaba flotando como sucias hilachas
de un tul muy viejo y raído. El aire frío de aquel amanecer lo golpeó con la
fuerza de un puño, y la brisa matinal que llegaba desde el horizonte se le
clavó en la piel como miles de aguijones envenenados. Giró sobre sí y miró
hacia el lugar desde donde había llegado, sólo vio la negra boca de una ominosa
caverna que emergía de la tierra como un bostezo del infierno. No quiso ver
más. Se volvió y enfrentó al día que nacía en ese lugar al que sus ojos jamás
habían visto, pero al que el ojo de su mente recordaba con total claridad. Él,
el ojo de su mente, tenía una mirada muy larga y muy antigua.
El día creció de golpe. El sol se
alzó del horizonte como un coágulo rojo y caliente, y quedó suspendido del
cielo sobre las remotas montañas que se alzaban del suelo como los dientes de
un inmenso saurio. El frío cesó y la brisa se detuvo. Todo era silencio y
quietud. El hombre miró en derredor. Estaba solo en un paraje desolado. Sintió
su cuerpo pesado y distinto, y un denso olor a carroña y suciedad lo envolvía.
Miró sus manos, no las reconoció. Eran grandes y tenían el dorso totalmente
cubierto de una pelambre larga, dura, y rojiza. Miró su pecho, su abdomen, y
sus torcidas piernas, lo mismo. Cerró los ojos en un vano intento por borrar
aquella visión. Al abrirlos, todo seguía allí. Su corazón latía desbocado.
Desorientado y descontrolado, miró nuevamente en derredor. Buscando una
improbable respuesta en el entorno. El silencio y la quietud eran el marco para
aquella desencajada postal. Sólo algo llamó su atención. Una mancha pardorojiza
al pie de un inmenso árbol seco, un extraño montón que por momentos se
mimetizaba con el color del suelo le acicateó su adormecida curiosidad. Caminó
hacia eso con movimientos torpes y simiescos, con sus largos brazos colgando
bamboleantes a ambos lados del cuerpo. Al llegar junto a la cosa vio que era un
extraño ser, una especie de hombre-mono que yacía inerte, como sin vida. Con un
pie lo hizo rodar hasta que quedó boca arriba, y de la boca de ese ser surgió
un largo y débil suspiro. Aún vivía, pero por poco tiempo. El hombre-mono tenía
el cuerpo cubierto del mismo espeso y rojizo pelo que cubría su propio cuerpo.
No necesitó ver más. Era como si hubiese sufrido un desdoblamiento. Por una
razón totalmente incomprensible (ahora) para él, sabía que se estaba mirando a
sí mismo.
Aquel ramalazo de comprensión lo
golpeó con la fuerza de una pedrada. Alzó sus poderosos brazos (brazos que no
eran suyos. No debían ser los suyos) con las manos convertidas en puños, miró
hacia el límpido cielo (tan límpido como jamás lo había visto) y gritó. Y su
grito, expresión desgarrada de una fiera herida de muerte, se elevó como un
torpe pájaro insustancial y moribundo, y cayó por detrás de las oscuras nubes
del olvido para ya jamás volver a elevarse.
Dentro de su pecho algo se
desgarró, total y definitivo…
…y cayó, muerto, fundiéndose en
la caída con el cuerpo, también muerto, del hombre del terciario. Su propio
cuerpo, en definitiva.
El espejo le devolvió la imagen a
cuerpo entero de un ser desconocido, totalmente desconocido. Un ser alto, de
piel blanca, y completamente lampiño. Erguido y de espalda recta, de largas
piernas, también rectas, cuyos brazos extendidos apenas llegaban a la mitad del
muslo. Los ojos del color del cielo. No vio un solo rasgo igual a los que
recordaba de las veces que se veía en los cursos de agua en donde bebía para
apagar su sed. Pero detrás de aquellos ojos claros descubrió su vieja mirada
prisionera y aterrorizada, que en un grito mudo y prolongado clamaba su agonía.
Un súbito y agudo rayo de dolor
explotó dentro de su cabeza. Todo se tiñó de rojo como un horizonte incendiado.
Y luego todo fue oscuridad, la más completa, profunda, negra oscuridad, y en
ella, un denso hoyo, más oscuro aún, se abrió, profundo e interminable. Y en su
abismal profundidad, un cuerpo, su cuerpo, aquel que siempre había reconocido
como suyo, moría inmerso en la cegadora incandescencia de los fuegos fatuos de
un infierno helado e interminable. Y su pobre alma terciaria quedó prisionera
en él para siempre. Por los tiempos de los tiempos.
Y también él murió, desconsolado
al otro lado de las eras, en el otro extremo de los tiempos.
El agujero en la inconsistente
pared del tiempo se cerró. La asíntota que mantuvo unidos ambos extremos de las
eras se cortó. Ya no existían aquellos que hicieron posible que la curva del
infinito se enredara por sus extremos. El infinito todo se tragó a sí mismo y
dejó de existir. Ya no quedó tiempo, ni espacio, ni existencia que los justificara.
Los peones, el negro y el blanco,
estaban muertos, caídos en la arrasada superficie del tablero cósmico. Ambos
dioses apagaron sus relojes, la partida había terminado en Tablas. Ya no habría
otra. Estaban demasiado viejos, demasiado cansados, demasiado seniles para
intentar una nueva. Habían jugado la última en medio del último de sus sueños,
a través del cual pasaron a la muerte, a sus propias muertes. El último de sus
actos en medio de su desolada Creación.
Un hombre había estado soñando
que otro hombre lo soñaba. O quizá ambos se soñaron en realidad. O quizá
ninguno soñó.
Quizá sólo fueron el producto de
un último sueño desquiciado de dos dioses demasiado viejos como para ser
coherentes, luchando, en una absurda partida, el destino de La Creación.
Quizá,… sólo quizá…
…Ya no había quien diera las
respuestas.
Una oscura y vacía burbuja, como
el desconsolado cascarón de un huevo cósmico estéril, quedó vagando en una nada
helada e infinita, dueña de un tiempo estanco y de una inmensidad inconcebible.
Pero sin el más mínimo hálito de vida.
Aunque,… ¿alguna vez hubo un
hombre que soñaba a otro hombre que a su vez lo soñaba. Y ambos, con sus sueños
mantenían abiertos los portales de la existencia toda?
Una sinápsis cosmogónica entre
dos motas de existencia que hizo posible La Creación.
¿O sólo fueron dioses locos y
moribundos?
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