La marca del anillo
Gustavo González
Villa María, Córdoba
1ra. Mención
La miró otra vez, fascinado,
todavía sorprendido de tenerla ahí, frente suyo, en una café a las cuatro de la
tarde de un día cualquiera.
Ella hacía girar lentamente la
cucharita dentro del pocillo y había en el gesto algo lejano, inasible, una
cierta ausencia, un imperceptible cansancio. Eso lo animó. La presintió
vulnerable, sólo era cuestión de dar con el resorte exacto. Después de todo por
algo el azar la cruzó en su camino dos horas atrás y, dos horas, pueden ser
demasiado tiempo perdido cuando los resultados son inciertos. Por eso se había
permitido, deliberadamente, esos momentos de silencio para repasar la
situación.
Todo había ocurrido tan
repentinamente que lo sintió como si hubiera saltado dentro de un tren en
marcha. Y eso no le gustaba. A los veintitrés años se sentía lo bastante
experimentado como para ser él mismo quien conduzca el tren… e incluso ir
adelante poniendo las señales. Pero nada de eso sucedió cuando la vio pasar
junto a su mesa y sentarse en aquel rincón donde estaban ahora.
Algo no encajaba entre su cartera
y sus zapatos, no usaba perfume y desconcertaba esa contradicción entre la
blusa apretada y el sobrio largo chanel de su falda. Sin embargo, desde que la
vió le pareció un bocado que merecía el esfuerzo. Al fin y al cabo estaban en
un lugar elegante pero discreto, una cafetería perfectamente olvidable por
donde difícilmente andarían sus amigos. No le hubiera gustado soportar miradas
sobradoras en pleno “levante” de una cuarentona. Aunque eso de cuarentona era un
decir, bien podría tener treinta años o cincuenta. Imposible descifrarlo en ese
rostro, ese perfil enigmático y extrañamente bello. Lo de cuarentona lo dedujo
de sus formas, de esos senos cuya turgencia clamaba por libertad bajo la blusa,
lo intuyó en esas caderas exactas, en la perfecta madurez de ese cuerpo que
estaba ahí, casi distraído, con la misma indolencia con que a veces uno se tira
en la cama con ganas de dejarse morir y poco importa si afuera se largó a
llover o no.
Cuando se acercó y preguntó si
podía compartir su mesa, qué había respondido ella?..., -”por qué no”---, eso
había dicho. Era un indicio interesante. No es la clase de preguntas que
formula la gente atrapada en prejuicios y tabúes. No, no se le ocurrió difícil
llevarla hasta una cama. Sólo ese pequeño y molesto capricho que crecía dentro
suyo…, hacerla decir “te quiero”. Eso lo entusiasmaba, era un auténtico
desafío, un dulce juego que quería jugar. Estaría perfecto, sexo y un “te
quiero” para rematar la tarde de un día cualquiera.
Entonces reparó en sus manos.
Esas manos que eran como ella. Todo un misterio. Manos que, antes que moverse, parecían aletear alrededor de
las cosas. Imaginó esas manos acariciando y un leve temblor corrió por su cuerpo.
Pensó cómo dirían “te quiero” esas manos…, y de pronto sintió urgencia de estar
con ella, solos, desnudos, lejos del mundo. Miró sus dedos, el rosa pálido del
esmalte en sus uñas. ¿Por qué rosa pálido?..., ¿Qué rara melancolía se escondía
en la elección de ese color?..., hubiera preferido el grito certero de un rojo
intenso pero…, ¡al diablo con eso!!.., no se pueden tener todas las respuestas,
-ni siquiera las que nos importan- en toda una vida. Era estúpido querer
encontrarlas en dos horas. Cuando fijó sus ojos en los dedos vio en el anular
izquierdo la marca del anillo, apenas una franja pálida en la piel. Casi no se
notaba, pero quizás era el punto del diálogo que estaba buscando, el que
condujera a los resortes, a las últimas decisiones…, y decidió buscar por ahí.
-Qué pasó?- preguntó con la
mirada puesta en la marca del anillo.
-Divorcio, hace cinco meses- dijo
ella.
-Querés hablar de eso?..., digo…, si te hace bien…
-No. No vale la pena.
Divorciarnos sólo fue un acto necesario. Una certificación, si se quiere, de
algo que no existía más. No vale la pena.
-Debe ser difícil olvidar alguien
como vos- insistió él, acaso por aquello de “si sabes por qué alguien ha
perdido una mujer, has aprendido cómo ganarla”.
No es tan así, -dijo ella-, si
consideras que los hombres mezquinan su amor como un avaro su dinero.
-No todos- se defendió él y, sin
saber muy bien si quería convencerla a ella o convencerse a sí mismo, repitió:
“no todos”.
-Demostrame que vos sos distinto
dijo ella, desafiándolo con la mirada.
De alguna manera él supo que
había por delante un instante –sólo un instante- para dar una respuesta
definitiva o todo estaría perdido. Hasta ese momento la situación venía planteándose
como una conquista más, un buen rato que olvidaría apenas tropezara con otros
ojos. Y ahora esto…, darse cuenta que tenerla ya no era todo. Que ser capaz de
decirle “te quiero” sintiéndolo realmente podía ser algo más intenso todavía
que escucharlo de labios de ella. Entregarse. Ese sí era un terreno peligroso.
Miró otra vez esas uñas color rosa pálido. No podía entender ese color que lo
atraía y le dolía al mismo tiempo, ese color que se le ocurría sin vida,
carente de sentido. Como para afirmarse buscó sus ojos y la calidez de esa
mirada lo envolvió en finísimas redes…, algo desde el fondo de esos ojos
derribó sus últimas cáscaras y se decidió, por primera vez, a ser un hombre.
Como si viniera desde otro lado escuchó su propia voz diciendo:
-Claro que puedo demostrártelo…
sos vos quien me hace sentir distinto…
Y se fueron juntos. Cuando el
taxista preguntó –”adónde”- mirándolos por el espejo retrovisor, a él le bastó
un gesto cómplice…, daba lo mismo en cualquier lugar y, los taxistas, siempre saben
cuando sobran las palabras. Ella se había reclinado sobre su pecho. La
presintió frágil, huyendo de quién sabe qué soledades, qué hastíos, qué
tristezas. La sintió Mujer, y de pronto tan suya. Por eso, cuando las horas
cayeron una tras otra en el hotel no quiso ni pudo pensar. Simplemente la amó.
Con todo su ser, con todas sus ansias, dejó caer sobre ella su deseo, sus
sueños, sus recuerdos. Como un viajero incansable fue una y otra vez hasta su
alma para traerle sus ternuras más secretas y ofrendar su ser como antes no lo
había hecho nunca. Y en uno de esos viajes algo subió a él. Algo que había
estado siempre ahí, temeroso, latiendo sin cesar en lo profundo. Algo claro,
puro, contundente, que ahora subía quemando sus vísceras, sus miedos, sus pequeños
egoísmos.. y lo soltó como soltando una bandada de pájaros.
"Te quiero" -le dijo-.
Ella lo miró con infinita
gratitud en los ojos y él supo que, en verdad, había soltado una bandada de
pájaros.
"Te quiero" –volvió a
decir- dejándose tragar por ese ramalazo de felicidad, de poder decir, de ser
capaz de amar. Ella lo abrazó y él comprendió al fin que era capaz de darlo
todo de sí.
Cuando se separaron
intercambiaron sus números de teléfono y prometieron llamarse al día siguiente.
Había mucho por hablar, tanto que decir todavía, tantas ilusiones para moldear
de a dos.
A las ocho y media ya había
oscurecido y ella viajaba en un micro de regreso a la ciudad donde vivía. Iba
llena de los momentos vividos, pensaba en él y tal vez seguiría pensándolo
durante mucho tiempo…., casi podía imaginarlo marcando un número que no
existía.
Con gestos pausados abrió su
cartera, extrajo el papelito donde él le había anotados sus datos, lo estrujó
entre sus dedos sin mirarlo y, como quien arroja un papel de caramelos, lo dejó
caer por la ventanilla.
En diez minutos estaría otra vez
en casa y, como un rito, como un pequeño adiós que se repite de vez en cuando,
respiró hondo y volvió a colocarse el anillo.
Una alianza con una piedra rosa
pálido que combinaba perfectamente con el color de sus uñas.
Hermoso.
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