Feliz Cumpleaños, Mono
Pablo Giordano
Las Varillas, Córdoba
1er. Premio
Mono patea la ropa hasta el
rincón del baño y se mete bajo la ducha helada: tiembla, refriega su cuerpo con
alegría. Su hermana, que no vuelve del trabajo hasta más tarde, le juró que el
padre vendría a verlo. Se pregunta si quedará algo del pegamento que le
regalaron en el corralón: desde la muerte de la madre, fabrica imanes para
decorar heladeras; pide radiografías en el hospital, las recorta con forma de
mariposas —rara vez de otros animales—, las pinta, les pega el trozo de imán
rescatado de viejos motorcitos de la fundición… ¡y listo! Las pocas ganancias
lo salvan de la vergüenza frente a la hermana, que limpiando casas trae la
mayor parte del dinero. A veces lo llaman de la Municipalidad y lo
llevan a barrer salones, de noche.
A las siete y media ve por la
ventana piernas y ruedas de bici en el cordón cuneta. Es el padre. Imaginó que
vendría en auto. Limpiando parabrisas lo había visto en un Gordini bastante
nuevo y le gritó. Fue tres años atrás. No vio bien si era él, pero se parecía
muchísimo. Inclusive corrió hasta el auto, sin poder ganarle a la luz verde: el
hombre aceleró y se perdió entre una Renoleta y el colectivo.
Ahora Mono lo mira, la cara le
resulta extraña: no distingue sus rasgos.
—Vamo', pendejo, dale.
Mono trepa a la bici. Está recién
bañado y se ha puesto la chomba roja, la de salir, secada el día anterior en el
alambre del patio, cuidando de que las palomas no la arruinen, y planchada bajo
el colchón de su cama mientras duerme. De pie en el portaequipaje, Mono lleva
la cabeza en alto y la cara al frente. La brisa lo ensueña.
Las casas y las taperas de chapa
se suceden a los costados. Algunos vecinos los ven pasar. Oscurece. El hombre
lleva un traje blanco apretado, que a las luces de la tarde vira a celeste
claro como saco de heladero. Abajo dos broches sostienen las botamangas,
impiden el engrase con la corona de la bici, o el enredo y la caída. No son
tantas cuadras, pero alcanzan para putear de cansancio varias veces. Desmontan
en el bar cerca del río, apoyan la bici en el poste de luz y entran.
El bar mantiene un pedazo de
pared revocada, un pool, un foco colgando de un cable manchado con saña por las
moscas, una vitrina y poco más. Sin embargo no es un lugar cerrado y lleno de
humo: el ambiente es fresco, las ventanas y la puerta de calle están abiertas,
los focos apagados. Afuera hay dos mesas, una ocupada por el dueño y la mujer,
la otra vacía. Se sientan adentro, junto a la ventana. El padre enciende un
cigarro y le ofrece. Mono dice que no fuma.
Un viejo gordo que habla como
recién llegado de una maratón, levanta el pedido. Son dos ginebras con Coca, y
él no se anima a contradecir. Es mucho, apenas si aguantó la cerveza de tres
cuartos en la canchita por la apuesta contra el Tati.
—Feliz cumpleaños —dice el
Gordo—. ¿Cuántos cumple el pendejo?
—Once, ¿no? O doce…
—Doce, cumplo.
—Bueno, el trago va de parte mía.
—No, Gordo, dejá: es mi regalo de
cumpleaño'. A la ginebra del pibe la pago yo.
—Dejá, dejá.
—Es mi hijo, Gordo, rajá de acá.
Se la regalo yo.
Padre e hijo, en silencio, miran
a dos tipos jugar al pool. El de pelo canoso y largo ha fumado casi entero el
cigarrillo sin sacarlo de la boca, mete bola tras bola. El otro sigue apoyado
contra la pared con el taco esperando su turno y fumando también. De a ratos,
Mono observa tímidamente la cara arrugada de su padre: con pudor le ve mover
los labios, largar el humo, arrugar la frente. Es un señor que apenas recuerda.
Traen las bebidas. El cielo
decae, y el dueño enciende las luces. Hace calor. Del tipo de calor húmedo y
extremo de la pampa gringa. Baten los ventiladores de techo con lentitud
asombrosa. Mono sorbe cortito la ginebra creyendo poder dejarla, como la comida
fea que lo descompone. Siente un pequeño mareo, lo entristece la tira de
salames atrás de ese mostrador agredido por cortantes a lo largo de las
décadas. En las paredes hay pósters de la revista El Gráfico sostenidos con
cintas y clavos. Más abajo, una vitrina con cuatro o cinco trofeos de bochas,
masticados por el siglo. Su padre le golpea la nuca, le pregunta si está bien.
Mono asiente.
A la tercera vuelta de ginebra,
él no ha tocado la mitad pendiente de la primera. Su padre fuma y bebe, el humo
y los vahos estomacales caen en cascada por la ventana. No dice palabra. Mono
pide una ficha de pool al Gordo, que logra agacharse y tira de la palanca.
Ruedan pesadas las bolas, retumban adentro. Un sonido hermoso, un decantamiento
de la felicidad.
Juega solo, mirando cada tanto a
su padre de reojo, midiendo el magistral tiro. Golpeará la tres, hará baranda a
ambos lados de la tronera e irá derecho a golpear a la cuatro, que entrará en
la opuesta, y a la cinco, despacito, en la contigua. La blanca quedará girando
sobre su eje cerca de caer, pero no lo hará. Mono apunta y tira con fuerza. La
bola salta y rebota contra el piso, alarma a todos. Lo ven colorado ir hasta el
rincón a buscar la bola antes que se detenga.
Su padre bebe el cuarto vaso,
aprueba con gestos desinteresados las jugadas de su hijo y voltea nuevamente.
Después de renegar bastante, Mono
mete la negra de baranda.
—¿Vamo’, papi? —le dice al viejo
sentándose.
—Una más y vamo' —responde una
lengua resbaladiza.
—No, papi, ahora vamo’. Ya es
tarde.
—Hacéte hombre, carajo, tomate
una más -y pide otra.
La toma rápido, acerca el vaso
que Mono dejó a la mitad.
—Tomá, hijo, no dejés el vaso
así.
Mono observa los autos de los
oficinistas volver del centro al otro lado del río, ve pasar una ambulancia sin
sirena, con las luces encendidas coloreando las casas. Gatos ocultos —que ahora
son encandilados, petrificados, egipcios— emprenden la fuga alucinada a lo alto
de las tapias apenas la luz los abandona. Pasan chicas cambiadas, lindas, con
el pelo lavado y la ropa nueva, olor a desodorante y hebillas increíbles.
Llevan botellas de Coca-Cola, seguramente a alguna fiesta.
El padre duerme desparramado
sobre el platito de maní. Lo había visto igual en brazos de la abuela. ¡Hace
tanto! Era Navidad o Año Nuevo. Mono, muy niño, llegó corriendo desde la
esquina con una estrellita en la mano y lo vio dormir como un nene en los
brazos de la abuela Chocha. No entendió la imagen, algo no encajaba. El tío
Julio le metió una pasa de uva en el oído, el padre despertó desesperado por
sacar esa cosa de su oreja a manotazos… y explotan las carcajadas. Recién ahí él se tranquilizó.
Su padre duerme entre las
botellas, y la noche jamás terminará. Alguien se acerca. Mono levanta la
cabeza: es el Gordo, que le pone la mano en el hombro y le pregunta:
—¿Adónde vivís, pibe?
... la verdad es que me gustó.
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