9 de noviembre de 2012

Por los surcos de la tierra . Alcide Fornero








Alcide Fornero
"Alcide toma un pedazo de tierra, lo acerca a su corazón vibrante y escribe.” Estas palabras de Dolly Pagani, quizás sean la mejor presentación de este autor que nació en Los Zorros el 11 de marzo de 1935.
Al decir de Mónica, su hja. Alcide “es un convencido de que siempre se debe volver a las raíces, o mejor aún, nunca hay que alejarse ellas.”
Tiene publicados los libros Vivencias, relatos y poesías (1999), El hijo del hombre (2004) y Por los surcos de la tierra (2011) que ahora El Mensú Ediciones reedita.




LAS LANGOSTAS

La “nube” se acercaba sobre el horizonte, compacta, ondulante, oscura, tanto que opacaba la luz del sol. Pero no se trataba de un fenómeno climático, sino de una “manga” de langostas. De pronto el infinito número de insectos desapareció del aire y se posó en una gran extensión, para inmediatamente iniciar su acción depredadora de enorme magnitud. La zona en donde se habían asentado no demoraría en quedar convertida en un páramo. Se posesionaron de todo, los montes, techos, sembrados, la quinta, agujereaban la ropa tendida; puertas y ventanas debían cerrarse…

 Deseo relatar una anécdota que habla del estoicismo con el que los aguerridos chacareros enfrentaban la emergencia; apenas lo recuerdo. Frente a la vieja galería había plantas de acacia. Ese árbol es apetecido por estos depredadores. Mis mayores comenzaron a tomar mates. Un mutismo total dominaba la noche. El silencio se rompía sobre nuestras cabezas solo, por el efecto que producían las malditas al engullirse las acacias y cuanto encontraban alrededor. Seguramente que la amargura no expresada con palabras, fue a parar como tantas veces al oculto “contenedor” de los padecimientos… Mientras tanto el mate como un ingrediente mas de la escena, y quizás oficiando de tranquilizante seguía amortiguando las penas…
 Quince o veinte días después la “nube” se elevó nuevamente, pero no antes del desove en los duros caminos y sitios elegidos, cuyo fin era evitar la extinción de la odiada especie. 
 La incesante y agotadora lucha continuaba sin descanso al emerger las “saltonas” a la superficie, desde los agujeros en los que sus antecesoras habían depositado los huevos.
 Ya salieron las saltonas... Ésta frase corría de boca en boca en el campo y en el pueblo. Un pequeño círculo de cinco o seis metros al crecer y unirse con sus congéneres formaban verdaderos “ejércitos” que marchaban invadiendo y devorando todo. Cuadras y cuadras de saltonas cubrían los caminos en disciplinada marcha sin detenerse nada más que, para seguir haciendo estragos. Esta plaga llenaba todos los requisitos como para que quien haya vivido esa época, se armara de ingenio, tenacidad y temple para combatirlas. Este combate incluía zanjas que hacían la veces de trampas en donde las invasoras caían. Las casas se cercaban con barreras de chapas galvanizadas de un metro y medio por sesenta centímetros más o menos; aún así la impresionante columna se agolpaba contra los obstáculos intentando sortearlos. Ahí, y en donde más se los requería entraban a “tallar” los lanzallamas quemando grandes cantidades; dejando en el lugar un hedor característico por la acción del fuego y la posterior putrefacción. Otro método empleado era la distribución de cebos tóxicos; todo contribuía con tal de disminuir su número. Pero el desaliento también se hace carne en la vida del ser humano.
 El hombre observó el resultado de la dura faena; se quitó el sombrero y el clásico pañuelo a cuadritos del cuello; la larga blusa azul, que entonces se usaba estaba empapada y pegada a su cuerpo. Miró el terreno yermo y a la próxima oleada y expresó, como podía haberlo hecho otro, yo inclusive, que desde pequeño integré aquellas ignoradas cuadrillas- “¡Matamos, matamos… pero siempre hay más!” 
 Aquel inefable “ejercito” que andaba a los saltos, aparte de lo narrado, se dio el “lujo” inclusive de parar a los trenes… porque al cruzar las vías la interminable columna era aplastada sobre ellas, produciendo una baba aceitosa que impedía avanzar a la locomotora, las ruedas motrices giraban sobre aquella sustancia, pero siempre en el mismo sitio. Para sortear el trance -según un vecino y antiguo maquinista que vivió esos tiempos- la locomotora disponía de un depósito con arena, se esparcía ésta sobre los rieles, y así se lograba continuar, aunque en alguna ocasión fue necesario desacoplar la mitad del convoy, llegar hasta la próxima estación y luego volver por el resto, mientras las saltonas seguían incontenibles atravesando los hierros paralelos… y recién partirían cuando la metamorfosis, llegado su tiempo, las convirtiera en voladoras… La efectiva y moderna batalla contra la langosta, se inició utilizando el helicóptero, volando y esparciendo entre la “nube” en vuelo un polvo altamente letal que las llevaría al exterminio. 



Datos del libro:
Por los surcos de la tierra, por Alcide Fornero; 1a ed. - Villa María : El Mensú Ediciones, 2012. XX p.; 21x15 cm. - (En la atmósfera; 9). ISBN 978-987-1894-07-9.


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