3º Concurso Internacional de Poesía y Narrativa
EL MENSÚ EDICIONES 2012
GANADOR:
Tarde de fútbol
Tissera Américo Pablo
Carrilobo (Córdoba)
Carrilobo, agosto 17 de 1951
-¡Goool, Goool, Goool….!-el
griterío le llegaba, sacudiendo la modorra de la tarde, entre un zumbido de exclamaciones de
entusiasmo y raleados bocinazos, que se apagaban en la lejanía, como un bostezo
bajo una almohada.
La tarde se presentaba dulce y
apacible. Carlos Sandrone castigó los caballos de su jardinera, que se pusieron
en movimiento, sacudiendo el carruaje, que respondía con quejidos de maderas
flojas y golpeteo de cadenas. Si bien el pueblo estaba de fiesta, para él
era un día más. Tenía que cumplir con la
rutina de sus tareas rurales. Así, al rato de traquetear en medio de una nube
de tierra, las primeras casas del pueblo, ya le dejaban ver su silueta entre
las arboledas cercanas. A su derecha, podía verse, en las instalaciones del
Club, cómo se dirimía un partido. Un público multicolor rodeaba la cancha.
Entre la multitud asomaba un camión,
algo más allá, emergían los altavoces adosados sobre la capota del coche
del responsable de la publicidad y mezclado con el gentío alguno que otro auto,
de donde partían los bocinazos en apoyo del equipo de su preferencia. Un poco
más allá, bajo los árboles, sulkys y vagonetas se distribuían, raleados,
alrededor del campo deportivo. Hizo chasquear
las riendas sobre el lomo de las bestias para que apresuraran el paso.
Entró y siguió por la avenida Mitre. Era la manera más fácil de acortar camino.
No se veía nadie en la calle.” La mayoría de la gente está en la cancha”-
pensó. Los árboles que bordeaban la calle, estaban unidos por la parte superior
del tronco, por un piolín de donde
pendían gallardetes con los colores vaticanos y argentinos que se hamacaban
empujados por la brisa del sur. Los cascos de los caballos retumbaron en la acústica
del silencio al entrar en la calle vacía.
-¡Goool! ¡gool!......¡gool! -…. El griterío hizo eco en los galpones del
ferrocarril, ganó altura y pareció multiplicarse en la paz de la tarde, para
apagarse en una suerte de ronroneo.
II
El hombre escuchó así como en
la lejanía, esas voces que lo devolvían a la realidad. Sentía su cuerpo bañado
de sudor y tuvo a sensación de estar viviendo una pesadilla. Una caricia de la
brisa le onduló el perramus, con el fresco alivio que puede brindar una gota de
agua sobre una hoguera. En su mano derecha el revólver, todavía humeante le
hizo sentir el penetrante olor a pólvora. Se vio solo entre los rieles de los
dos pasos niveles. “Todo terminó”-pensó, al momento en que una cosa negra y
oscura le cubría la conciencia y hacía rodar su entendimiento al abismo sin
fondo de la locura. Vio el cuerpo de su amigo, estirado en la mitad de la calle
con la cabeza destrozada por el balazo “No puede ser….no puede ser”. Todo
ocurrió cuando Luis intentó arrebatarle el arma. Cayeron al suelo, y en el
momento caliente de la lucha, sintió que la sangre le hervía de impotencia.
Entonces, casi sin pensarlo oprimió el gatillo. La detonación retumbó,
multiplicada por el eco, en los galpones del Ferrocarril despegando a Luis que,
salpicando de rojo el entorno, apenas abrió los brazos antes de caer al suelo.
Entonces le vino una especie de oscuridad en su mente. Disparó una y otra vez.
Las detonaciones resonaron como martillazos en el duro yunque de la
desesperación. Una suerte de ceguera le ganó la conciencia. Su mundo se
derrumbaba. Hacía unos minutos, sólo unos minutos que le pareció estar en el
mejor de los mundos. Gracias a la intervención de Luis y su mujer había podido
limar las asperezas con su esposa, volver a reunir su familia de la que estaba
distanciado. El almuerzo había transcurrido tranquilo en la paz hogareña de ese
sastre amigo, que ponía lo mejor de sí mismo para amigarlos. Todo marchaba
sobre ruedas. Bebieron un café de sobremesa y ya de pie se puso el perramus
sobre su traje color café para despedirse hasta la noche. Ya en la puerta de
calle, sobre la vereda, vinieron los saludos, las frases amables, algunas
bromas…”hasta luego, nos vemos esta noche en el baile “y él salió en compañía
de su mujer. Yiyo, el más chico de sus hijos, llanto mediante, consiguió que la
madre lo cargara en los brazos. Las dos nenas
marchaban adelante. Cruzaron la calle, en dirección al primer paso
nivel. A raíz de una frase desafortunada, surgió de nuevo la diferencia. Se
detuvieron. Una palabra ofensiva, otra que viene de vuelta. Y la discusión fue
subiendo de tono. “Cállate” – y para amedrentarla sacó un revólver y la
amenazó. “Que no me callo…cállate vos…que querés hacer con ese revólver…dejá de
hacer papelones…las palabras fueron subiendo de tono. Luis desde la puerta de
su casa veía con preocupación el desarrollo de los hechos. Entonces decide
intervenir. Corre para arrebatarle el
arma. Quizás eso le cegó el entendimiento. Luis alcanza a sujetarle la muñeca
con el arma con la intención de quitársela. Forcejeos. Lucha. Ruedan por el suelo. El
disparo. Otro, otro, otro y otro. La
tarde se despedazaba a golpes. El
hombre, fatigado, se sentó en el cordón de la vereda. En el segundo paso nivel
el viento sacudía el vestido de su mujer que yacía estirada, en un charco de
sangre, al lado de las vías con el niñito en brazos. Las nenas, desesperadas de miedo, huyen en
dirección a la esquina próxima. Y el silencio que se desgarra en jirones en los
gritos de la esposa de Luis, que con un balde de agua, trata de reanimar, en
vano, a su marido. Son gritos agudos, taladrantes, que resuenan en la caja de
resonancia de los galpones del ferrocarril, y lo devuelven al oscuro abismo de
la locura. El hombre se siente como dentro de un pozo. El tiempo parece detenerse.
Escucha el ruido de un carruaje que se acerca. Debe estar entrado en el pueblo.
Unos vecinos soñolientos se asoman, curiosos, a la puerta. Y la tarde que
declina, dolorosa de muerte. Y allá a lo
lejos se escucha.
-¡Goool! ¡Goool! ¡Goool! –
escucha rodar en la tarde ese griterío, lejano e indiferente, que lo devuelve
por un instante a la realidad.
Examinó el tambor del arma.
Todas las balas picadas. Arrojó las vainas al suelo. Tanteó en el bolsillo de
su traje. Sacó otras y automáticamente recargó el arma. Se sintió como un
trapo, tirado en el piso. Y el ruido del carruaje que se acercaba. El grito
entusiasta de la gente en esa tarde de fútbol. ¿Estará ganando Carrilobo?
Quizás lo pensó como al descuido. Siente la desesperación caer como gotas de
ácido en su corazón. No quería esto. La ira y la impotencia lo habían cegado…él
no era así. Se puso loco….y siente que
su razón rueda otra vez en el oscuro
pozo de la inconsciencia. Por unos segundos, vuelve a la realidad. Se siente
como atrapado en una pesadilla de la que quiere escapar. Escucha el ruido de
los caballos de una jardinera que, según puede adivinarse, debe estar pasando
frente al Hotel Badori. Unos segundos más llegará, a la esquina, frente a la
estación de Servicio de los Bessone. Todo queda en una especie de silencio.
Quizás entre los ligustrines que bordean el predio ferroviario, habrá visto, un
minuto antes, cerrarse las puertas del bar de don Nepotte, al lado de la
Estación de Servicio, tras la entrada precipitada de las niñas. Entonces apoyó
el cañón del arma en la sien. Habrá sentido la fría presión circular del
revólver…y quizás, desde la lejanía le haya llegado una última migaja del mundo
real, mezclada al traqueteo insolente de una jardinera que ya alcanzaba la
esquina: ¡goool!...¡goool!...¡goool! – el griterío se derramaba en la tarde
para quedar vibrando, por unos segundos más, en el oscuro diapasón del eco.
Y sin esperar más apretó el
gatillo.
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